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Margarita Cruz, la obstinación de la memoria y la batalla por la identidad

  • por Valeria Totongi para el Diario del Juicio
Margarita Cruz, testigo sobreviviente del campo de concentración "Escuelita de Famaillá" - 15 de Septiembre de 2016
PH Elena Nicolay


”Yo soy Margarita Fátima Cruz. Mi número de documento es 11.476.359. Yo soy Margarita Fátima Cruz. Mi número de documento es 11.476.359”, cientos, miles de veces, en voz alta, en la oscuridad. Aferrarse a unas pocas palabras, a la hilacha de una idea, es a veces lo que permite mantener la cabeza sobre los hombros, aún en el peor de los infiernos. La obstinación por defender su propia identidad, por no convertirse en el número que le habían asignado en el centro clandestino de detención fue la tabla con que se mantuvo a flote en el encierro, ante el miedo por su vida y la de su hijo, el horror del abuso, el dolor por la tortura.

“En ese lugar tremendo no quise olvidar mi nombre, que es mi identidad, ni mi número de documento, que representa mi ciudadanía”, le dice al Tribunal Oral Federal cuando recuerda sus días como detenida desaparecida en la Escuelita de Famaillá. El suyo es un testimonio fundamental para comprender cómo actuaron las fuerzas represivas sobre las mujeres militantes, y las secuelas que dejaron en las víctimas del terrorismo de Estado. Esos crímenes, cometidos durante el Operativo Independencia, entre 1975 y 1976, se juzgan desde el 5 de mayo, en Tucumán.


A lo largo de más de tres horas de testimonio Marga pinta con voz dulce, pero firme, la sucesión de hechos que marcaron su vida para siempre, las sensaciones que fueron quedando y cómo hizo para poder llegar, 41 años después, a sentarse en la misma sala que los genocidas y a contar su historia. “No vengo a victimizarme. No busco venganza. Vengo a decir que nosotros no somos iguales que ellos, nosotros no hubiéramos jamás hecho lo que ellos hicieron. Nosotros teníamos otra mirada del mundo”, sostiene con el orgullo de quien libra una batalla. “Y no quiero morirme sin contar la verdad”, reafirma.
“Tuve que rearmarme, superar el dolor. Llevo marcas que no son visibles, pero que son profundas. Pude hacerlo a partir de la militancia y de empezar a ayudar a otros compañeros como acompañante terapéutica”, cuenta Marga, que tenía 22 años y un bebé de dos meses cuando la secuestró una patota de su casa en Villa Urquiza, en un operativo que parecía más apropiado para combatir a un pequeño ejército que para atrapar a esta mujer de contextura pequeña y voz suave.


Dos veces la secuestraron. La primera, a principios de abril de 1975, la llevaron junto a un hermano, a la Jefatura de Policía, donde fue interrogada por Néstor Castelli y Roberto “El Tuerto” Albornoz, imputados en la causa. Le preguntaban por su esposo, Julián Monteros y sobre su pertenencia al ERP.

Con los ojos vendados, la pusieron de cara a la pared. Al tiempo le quitaron las vendas y permitieron que su madre trajera a su hijo, para amamantarlo. Quince días después, la liberaron, golpeada y asustada, pero aún entera.

El segundo secuestro le cambió la vida, le dice Marga al tribunal. Justo a ella, que como presidenta de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos dedica su vida a ayudar a otros a que puedan brindar su testimonio, le tiembla la voz. Aún así, no detiene su relato minucioso. Recuerda hasta qué ropa llevaba puesta: un pantalón verde, una campera roja, una polera. Después dirá que ese detalle lo da para que, si alguien más la vio en el CCD, pueda recordarla.  

“Entraron en la oscuridad, con una violencia tremenda. Rompieron la puerta y nos prohibieron encender las luces. Afuera había varias camionetas estacionadas y más hombres armados. Corrí hacia el pasaje Ecuador, pero me atraparon, me vendaron los ojos y me tiraron dentro de una camioneta. Antes, me agarraron a patadas en el piso”, relata. Sabía que la llevaban a la Jefatura de Policía porque el vehículo no había recorrido más de 15 cuadras cuando se detuvo. Confirmó dónde estaba cuando volvió a encontrarse con Albornoz. Era el 10 de mayo.

“Aquí le traemos a una guerrillera”, le dijeron los secuestradores al “Tuerto”, dueño del destino de las personas en ese lugar. “¿Para qué la traen? -les contestó- La hubieran matado directamente”.

Lo que siguió fue un viaje hacia un lugar que le dejó una marca para toda la vida. “Cuando me sacaron del auto me di cuenta de que estaba en el campo. Me hicieron pasar entre unas lonas, como si fuera un control, me pidieron el nombre, el número de DNI y me dejaron en una pieza, atada de manos y pies. Ahí quedé, durante días. Nadie me explicaba nada, nadie me hablaba, hasta que en un momento empecé a gritar, enloquecida”, relata. Entonces reaccionaron los secuestradores, tirándole agua helada antes de arrastrarla a una habitación donde la interrogaron: “me preguntaban por Lucas, Mateo y por alguien más que no recuerdo. Me acusaban de ser correo del ERP”. A las preguntas siguió la tortura, atada, en un camastro con elástico de metal, conectado a la corriente eléctrica. “Yo gritaba que no los conocía, que no los conocía...”

Para cuando terminaron la “sesión” de tormentos, no podía pararse, ni tenía fuerzas para volver a vestirse. No podía creer lo que estaba pasando: “yo estaba informada, seguía las noticias en los diarios y pensaba que sabía lo que sucedía en el país. Había leído sobre la ‘masacre de Trelew’ (el 22 de agosto de 1972) , pero nunca había escuchado de algo como esto”.

Al dolor físico y al agotamiento después de pasar horas parada, se sumaba la angustia de no saber dónde estaba ni cómo estaban sus seres queridos. “No sabía si era de día o de noche. Escuchaba, cada tanto, alaridos. Pensaba en mi hijo y en mi mamá, en qué les estarían haciendo. Al tiempo, ya había dejado de gritar y había caído en una especie de autismo. Sólo cuando me llevaban al camastro pedía que me mataran, que tuvieran piedad”, relata, y rescata el recuerdo de que alguien le dio unas pastillas para que se le cortara la leche de los pechos, y que estas medicinas la dejaban adormecida. “Tenía separado el cuerpo y el alma”, explica.

Un día sus captores accedieron a aflojarle la venda de los ojos y pudo robar un vistazo alrededor. La imagen le quedó impresa en la memoria. “Había personas tiradas en el piso y contra la pared. Reconocí a Horacio Ponce. Era un chico muy hermoso, que tocaba la guitarra y cantaba. Era muy hermoso y estaba muy mal. Así debía estar yo, pensé”, dice Margarita y aclara que -a los secuestradores- les negó a muerte haber visto cualquier cosa: “Estaban a mi lado, mirando qué veía yo. El ver era propiedad de ellos”.

Con la misma precisión con la que describe las sensaciones durante su cautiverio, Margarita dibuja con palabras cómo era el lugar en el que estaba secuestrada, del que después supo que era la “Escuelita”, en Famaillá.

La celda tenía una ventana hacia afuera y una puerta que daba a una galería. Si se apoyaba en la pared de la galería, a la derecha quedaba el baño; a la izquierda, el camastro (la sala de torturas). El baño estaba lejos. Lo sabe porque los detenidos, rotos y agotados, se caían antes de llegar. Era una letrina, no tenía puerta. La comida era mate cocido con pan a la mañana, en un jarro caliente. A la tarde, mate cocido y una especie de sopa. A veces,  alguien se apiadaba y le soltaba las manos para comer.

Otras veces la crueldad llegaba a extremos inhumanos. “Me hicieron sacar la ropa y me violaron. Yo gritaba que me maten de una vez. Me decían guerrillera hija de puta, te vamos a arrastrar desde el helicóptero”, recuerda Marga, y por un breve momento se quiebra.

La tarde era el peor momento del día: “Se escuchaban gritos y quejidos. Otros, como yo, pedían agua. ‘Soldado, deme agua’, gritaba cuando me traían de la tortura. Tenía una sed espantosa y nadie me daba de beber”.

La primera vez que le tomaron declaración sin torturarla fue dos meses después de su secuestro. La llevaron a una oficina, un hombre le preguntó, como si nunca hubiera estado allí, cómo se llamaba, a qué me dedicaba, si conocía gente “que se quedara con la luz prendida hasta altas horas de la noche”.

“Me dijo que me olvidara de lo que había pasado. En otro lugar me tomaron fotos y me quitaron la venda y los apósitos de los ojos. Me trajeron un papel para que firme, pero yo no podía ver. Estaba ciega”, y a esta altura del relato necesita detenerse. Una funcionaria del juzgado le alcanza agua. Uno de los jueces le ofrece un caramelo, en la fila de los que acompañan a los imputados por esos crímenes se ven sonrisas sarcásticas. Unas horas más tarde, traerán narices de payaso para expresar que la violación, la tortura y la muerte les parecen un chiste.

Marga recuerda que el momento de su liberación fue casi tan aterrador como el cautiverio. “Nos subieron a un camión. Cada tanto, el camión se detenía y se escuchaba que algo caía al suelo. Arrancaba, se detenía, otra vez el sonido de un cuerpo al piso. Yo tenía un terror que no podía controlar, no me quería mover. Una persona me empezó a arrastrar, me tiró al piso y me puso la pistola en la nuca -cuenta-. Por muchos años tuve esa sensación”.

Durante un rato creyó que estaba muerta. Cuando finalmente se animó a moverse y se dio cuenta de que estaba en la ciudad, empezó a correr y a gritar, a tocar puertas, que nadie abría. “Estaba muy alterada, creía que me volvían a buscar para llevarme. No quería volver a mi casa en ese estado, pensaba que ponía en peligro a mi familia”, explica. Finalmente, un taxista se detuvo y la ayudó a llegar a la casa de una prima.

Ella la ayudó a bañarse, le dio su cama, la cuidó esa primera noche. Al día siguiente, llegaron sus padres con el bebé, Jorge, y un bolso de viaje. “Así fue que tomé el Estrella del Norte y llegué a la pensión donde vivían unas primas a las que no conocía, sin trabajo, sin plata, sin saber de mi esposo y sin poder contar lo que me había pasado”, recuerda.

Durante años vivió en Buenos Aires sin poder comunicarse con su familia en Tucumán, porque pensaba que los pondría en peligro: “Siguieron buscándome, averiguaban mis movimientos, preguntaban a mis vecinos. Al poco tiempo, mi papá se murió de cáncer, mi mamá tuvo un ACV. A veces no lo podía tener a Jorge (su hijo) y lo tenía que mandar a Tucumán”

Con obstinación, Marga sigue su relato, pese a que por momentos la vence la emoción. Cuenta el comienzo de otra historia, la de su reconstrucción como persona, la del reencuentro con su hijo mayor y el nacimiento de su segundo hijo, y la de la militancia como mecanismo para preservar la memoria y para ayudar a otros a rearmarse, el encuentro con compañeros con los que formó la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos, como Adriana Calvo y “Cachito” (Enrique) Fukman.  

No fue fácil ese camino. “Vivía enferma, mi familia estaba atrapada por esa situación. No podía disfrutar de mis hijos. Sufría pesadillas, me sentía sucia, tenía culpa por la muerte de mis padres, culpa por haber sobrevivido. Tuve un intento de suicidio. Sólo cuando empecé a trabajar para ayudar a otros pude empezar a salir adelante, pero aún tengo muchos dolores y muchas marcas que no son visibles”, explica.

Cuando pudo volver a Tucumán, se encontró con enormes ausencias: “en nuestro barrio hay muchos desaparecidos. Villa Urquiza era el ámbito de militancia de muchos jóvenes que ya no están. Me enteré de que habían secuestrado a Juan y a Mary Zurita, a Roberto Herrera, a los padres de Agustín Santos. Cuando volví algunos creían que seguía desaparecida, otros me miraban con desconfianza”.

La casa de Villa Urquiza de donde la secuestraron quedó abandonada por 30 años. Ahora vive allí su hijo Jorge. Será él quien, pocas horas después, mirando a la cara a los genocidas sentados a la derecha del tribunal, les diga: “Ustedes ya no tienen nada que perder. Se van a morir condenados, en la càrcel o en sus casas, pero presos. Digan dónde están. Tengan aunque sea un último acto de dignidad y digan dónde están los desaparecidos”.

Silencio en la sala. El defensor oficial Bertini sólo atina a pedirle que mire al tribunal. La mirada pesa demasiado.

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