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Crónica del Jueves 2 de junio

  • por Exequiel Arias, Ana Melnik y Valeria Totongi para el Diario del Juicio
PH Archivo diario La Gaceta

Se empieza a explicar cómo se armó el escenario para el mayor plan represivo de la historia argentina

Un ex marino y tres académicos dieron cuenta de que la teoría de la “guerra contra la subversión” comenzó años antes del golpe, que contó con asistencia teórica y práctica de instructores estadounidenses, que se prepararon lugares para que funcionen como centros clandestinos de detención y que las luchas obreras hacían de Tucumán un foco de resistencia a los planes de ajuste, y que ese espíritu levantisco de la clase obrera era el que se quiso destrozar.

Como no la pudieron someter y domesticar, a la clase obrera la dejaron sin trabajo, la obligaron a emigrar, le mataron a sus mejores dirigentes, le dijeron que había una guerra, que justificaba toda persecución y toda violencia.

Julio César Urien, Santiago Garaño, Pilar Pérez Sánchez y Silvia Nassif declararon como “testigos de contexto”, es decir, como expertos en distintos temas que ayudan a comprender el momento histórico o la situación en la que se produjeron los hechos que se juzgan.

El marino que se sublevó porque no quería reprimir

El testigo Julio César Urien, convocado por la fiscalía para declarar en la audiencia del jueves 2 de junio en la causa “Operativo Independencia”, relató su paso por la Armada, contó cómo se negó a cumplir con las instrucciones prácticas y teóricas sobre la “detención a elementos subversivos” y cómo esa negativa lo llevó, junto con otros compañeros marinos, a sublevarse ante sus superiores. Ocurrió esto en noviembre de 1972, cuando en la Escuela de Mecánica de la Armada se enseñaba a torturar según las técnicas aprendidas de los franceses en Argelia.

Esas instrucciones ante las que se sublevó Urien integran el marco teórico operativo de la Doctrina de Seguridad Nacional, que incluye secuestros, torturas, encarcelamiento en lugares clandestinos, en condiciones inhumanas. 
Declaró que conoció  a los instructores norteamericanos, a la Escuela de las Americas, y el Plan Conintes. Conoció además a oficiales de su promoción que fueron condenados por crímenes de lesa humanidad, como Alfredo Astiz.

La construcción de un escenario propicio al terror

Santiago Garaño, investigador asistente del Conicet, puso el foco de su tesis doctoral en los conscriptos que hicieron el servicio militar durante el Operativo Independencia. El testigo, citado por la Fiscalía, relató que, en su trabajo “Entre el cuartel y el monte”,  reflexiona sobre el monte tucumano como centro del aparato represor, pero también como teatro construido en base a mitos y rumores para escenificar una guerra, con mecanismos psicológicos  de terror-control.

“Esa guerra –indicó- tenía un protagonista, que era el soldado conscripto, al que se dibujaba en revistas como El Soldado Argentino como la exaltación de los valores de la Patria, y los alentaba a sacrificar su vida por ella. De esta manera, se convencía al soldado de que él era parte de una audiencia privilegiada así como también el protagonista de una lucha, una batalla que se daba en el escenario del monte tucumano”.

La vivencia de los jóvenes soldados era muy distinta, de acuerdo con las entrevistas que refirió Garaño. Los ex conscriptos le confesaron que sentían terror de ir al monte, decían que no estaban preparados. El concepto de “el monte”  tenía el aura de un territorio salvaje, donde todo podía suceder. El “enemigo” podía estar al lado y uno no verlo, le refirieron a Garaño los entrevistados. Además, se había instalado la sospecha entre los mismos soldados..”El servicio militar obligatorio era un lugar de sospechas y paranoia, se temía que haya infiltrados, ser tucumano era sospechoso, haber pedido prórroga y haber pasado por la universidad , también”, añadió el sociólogo.

Uno de los entrevistados por Garaño resumió el sentimiento en pocas palabras: “Nos trataban igual que a los subversivos”. Ellos también fueron víctimas del terrorismo de Estado.  

La prueba material, las fosas, los caminos marcados

Pilar Gómez Sánchez es arqueóloga, forma parte del Ligiaat (Laboratorio de Investigaciones Grupo Interdisciplinariode Arqueología y Antropología de Tucumán) cuyos estudios e investigaciones se centran en un amplio trabajo de peritaje sobre el emplazamiento estructural, espacial, del  ex centro clandestino Arsenal Miguel de Azcuénaga.

En dicho trabajo, el peritaje -análisis espacial, material-, permitió mostrar que en Arsenal hubo un período de acondicionamiento, previo a marzo del '76, es decir, antes y durante el desarrollo del Operativo Independencia.

La orquestación del lugar como centro clandestino tiene una "profundidad temporal". Su emplazamiento requirió de un tiempo específico que no debe desestimarse. “En las trazas del terreno se puede ver cómo el plan represivo avanza desde el sur de la provincia hacia la capital”.

La estructura debía prever caminos, un complejo tabicado interno, lugares específicos de tortura, entre otras condiciones. “Sabemos que fase oscura  se preparó antes del golpe, por la profundidad y tiempo necesarios para poner en condiciones el centro clandestino” para que funcione como tal.

De la información brindada por la testigo es importante destacar que, desde el año '75, hubo una sistematización de los emplazamientos de los centros clandestinos en Tucumán; y, además, habilitaciones políticas, sociales que legalizaron su edificación y funcionamiento. En Arsenal - objeto de su estudio-, los peritajes arqueológicos mostraron, que el terreno devela el proceso de edificación como la impronta de los intentos de ocultamiento de las prácticas criminales que allí se perpetraron. "Nada se borra", aseguró la testigo.

Azúcar, sangre y luchas

La doctora en Historia e investigadora de Conicet Silvia Nassif dio, al cierre de la jornada, una exposición que mantuvo a la sala en silencio durante más de una hora y media, mientras ella desgranaba datos e interpretaciones basadas en fuentes directas y documentales sobre las luchas obreras en el sur tucumano, la historia de la Fotia, relatos sobre dirigentes de la estatura de Benito Romano o el dolor inmenso que produjo el cierre de 11 ingenios, y que obligó a uno de cuatro tucumanos a emigrar del lugar que lo vio nacer.

La tesis, que estudia el período comprendido entre la autodenominada “Revolución Argentina” (es decir, el golpe de Estado de Juan Carlos Onganía, en junio 1966) y la dictadura cívico militar que se inició en 1976.

El cierre de 11 ingenios, con la consiguiente pérdida de 50.000 puestos de trabajo azucareros, está en el origen de la emigración de 200.000 tucumanos (uno de cada cuatro pobladores de la provincia, dijo Nassif). En los vínculos de la clase obrera con otros sectores sociales, en su participación política y en la estructura económica de la provincia subyace un dibujo de la época que se muestra como de una alta conflictividad y rebeldía.

Para analizar la situación de la industria azucarera hay que remontarse al año 65, el año de la “crisis de sobreproducción”. La dictadura de Onganía eligió resolver esa crisis con el cierre de 11 ingenios de los 27 que funcionaban en la provincia. La concentración monopólica de la producción, resultante de esa decisión, benefició en mayor medida al  ingenio Concepción.

La desocupación que siguió al cierre de los ingenios alcanzó no sólo a los obreros de las fábricas desmanteladas, sino también a los que seguían moliendo, que redujeron en un 25% su mano de obra. En total, disminuyó en un 50% la cantidad de obreros azucareros. Para 1968, el 12.8 de la población de Tucumán estaba desocupada (el doble que en el resto del país); para esa época, es la única provincia del país que muestra un crecimiento negativo.

El desempleo brutal en el campo y en las fábricas fue tema de debate dentro de la Fotia, la federación que agrupaba a más de 50 seccionales sindicales (por ingenio, por fábrica o por ambos). “Ellos proponían hacer lo contrario de lo que se hizo: nacionalizar, estatizar, diversificar, usar los subproductos del azúcar que no se estaban aprovechando”, explicó Nassif.

El gobierno respondió con represión. Las comisiones directivas de Fotia fueron diezmadas. De las 25 víctimas del terrorismo de Estado que trabajaban en el ingenio Concepción, el 40% tenía cargos en la comisión directiva o eran delegados gremiales. En el caso del ingenio Fronterita, el porcentaje de dirigentes muertos es del 50% del total de víctimas. 
La primera víctima del ingenio Fronterita data del 13 de junio de 1974. La última, de septiembre de 1976. En el ingenio Concepción, los últimos muertos/desaparecidos son de 1978.

La Fotia contaba, además, con referentes de altísima categoría, como Atilio Santillán, asesinado dos días antes del golpe de marzo del 76, o de Benito Romano, diputado obrero y representante en Tucumán de la CGT de los Argentinos, secuestrado en el 76, cuando viajó a Buenos Aires para buscar a su hermano, que había sido detenido mientras lo buscaban a él.

La pintura de la época es brutal: fue una sangría demográfica, dice la historiadora: “El ingenio y su zona aledaña quedan desmembrados. Uno de cada cuatro tucumanos se fue de la provincia. Entre ellos, uno de cada cuatro era obrero azucarero. La palabra ‘hambre’ era una constante en las manifestaciones, creció el analfabetismo, la deserción escolar trepó al 75% (al 90% en el campo). Muchos de los que volvieron a quedar sin trabajo después de la quiebra de la textil Escalada, están desaparecidos”. Esa debacle, ilustra, sólo se compara con la del 2001.

De la desocupación y la crisis se pasó a la lucha. Tras el golpe del 66, decrecieron los conflictos a nivel nacional. En Tucumán sucedió lo contrario: la  lucha económica pasó a ser una lucha política. Mientras que la CGT nacional llama a “desensillar hasta que aclare”, Tucumán se convierte en el primer caso de resistencia a la dictadura de Onganía.

La seguidilla comienza casi de inmediato: a fin de 1966 se vota un plan de lucha que incluye a los estudiantes, una pueblada sigue al asesinato, en Bella Vista, de Hilda Guerrero de Molina (1967), Villa Quinteros estalla en 1969 ( un día antes del Cordobazo), en noviembre de 1970, las luchas por el comedor estudiantil se unen con los reclamos obreros, que derivan en el Tucumanazo. En el 72 se produce otro estallido estudiantil, conocido como “el Quintazo”.

Entre el 66 y el 76, la clase obrera opone su proyecto de país al que le quieren imponer desde los gobierno. Tiene un alto grado de participación política y de formación sindical.

La participación de los empresarios se torna entonces fundamental en el plan para disciplinar a la clase obrera. “En el ingenio Fronterita funcionó una base militar (figura en el informe de Conadep como un CCD), constatamos a través de testimonio los centros represivos en los conventillos del ingenio, en el tambo y en el ingenio mismo”, explicó la historiadora. “Tenemos testimonio que indican que hubo pedidos específicos de detención por parte de los empresarios. En un caso, a un dirigente le dicen que no lo tienen secuestrado ‘por guerrillero’, sino porque sus patrones lo pidieron”, explicó.

Para realizar su trabajo utilizó una cantidad gigantesca de fuentes: publicaciones periodísticas (La Nación, Clarín, La Razón, La gaceta y Noticias), fuentes oficiales, del Ministerio de Trabajo, el Archivo Nacional de la Memoria, estadísticas  de la Provincia, entrevistas a dirigentes y a obreros sin vinculación política, el Archivo General de la Nación, el Centro de Documentación de las Izquierdas Nacionales, la Biblioteca Nacional y del Congreso de la Nación, entre otros repositorios. 

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